Estaba esta joven mortal cursando tercero medio cuando, cierto día, le toco una prueba para Lenguaje y Comunicación, acerca de “Cien años de soledad” de Gabriel García Marqués.. La prueba consistía, básicamente, en relatar el texto de manera argumentativa.
Hasta ese entonces no hubo mayores problemas, todo parecía marchar sobre ruedas-para mis compañeros en todo caso- cuando, desgraciada y accidentalmente, un avión de papel cayó en medio del libro que el profesor estaba leyendo en eses momento. Lo que ocurrió desde ahí es fácil suponer, lo abrió, y descubrió de lo que se trataba. Asimismo explico las sonrisas veladas y las miradas apenas perceptibles a su perspicaz visión.
Él amenazó con suspender al autor de aquel “torpedo” y, como es natural, sentí que estaba a segundos de que las penas del infierno cayeran sobre mi; puesto que, por desgracia, mi letra era sumamente reconocible. Sin embargo, mantuve la esperanza de que, al menos, mis compañeros me apoyarían, mal que mal, me metí en eses brete por intentar ayudarlos pero, cual no seria mi sorpresa al sentir que un compañero se puso de pie y me señalo, diciendo que ese era solo uno de los tantos que yo-infame autora material e intelectual- había puesto a circular por la sala de clases. No termino de hablar y, lentamente, uno por uno, cada uno de mis restantes compañeros se puso de pie achacándose a si mismo la responsabilidad del “torpedo” (los otros desaparecieron por arte de magia). Esto, a pesar de que todos sabían de que era prácticamente imposible que el profesor, a esas alturas del año, no supiese identificar sin mayor dificultad a quien pertenecía la letra.
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